martes, 14 de abril de 2020

Cruz de Mig Camí (Cruces de término#10)


AVISO: La redacción de estos artículos se realizaron durante la epidemia del COVID-19. Están tipo "novelados" imitando un antiguo cuaderno de un viajero del tiempo. Para entretenimiento de un grupo de amigos de Puçol y dedicados a ellos. 

Año de Nuestro Señor 2020, noveno día del mes de abril.

Con un sobresalto me despierto del banco de la plaza de la cruz de Mislata. El corazón me bombea con fuerza, noto cómo la sangre fluye por debajo de mi piel. Hago un ademán de llevarme las manos al rosto, pero están cubiertas con unos guantes blancos, del mismo color que el cubrebocas. La furia crece en mí por momentos, de un fuerte tirón me arranco los guantes y los lanzo lejos de mí, sobre el pavimento, al igual que la cubrebocas. Me froto, me froto con ganas la cara. Quiero lavármela y encuentro a unos cuantos metros de mí una fuente en la plaza; por suerte, tiene agua.

¿Hasta cuándo tenemos que vivir con esto? Siento que me va a estallar la cabeza, me tiembla el ojo derecho…

Me hago un pequeño masaje en la base del cuello. A continuación, muevo los brazos como su estuviera nadando en el rio y me froto la parte baja de la espalda. Mis riñones están cansando de soportar la carga del saco con mis pertenencias de viaje.

Suspiro con fuerza, queda menos de una semana para acabar el peregrinaje. Por haber visitado todas y cada una de las cruces de término que tiene la capital del Turia.

Busco las escaleras, las bajo nuevamente para salir a la vía de los carros y continúo recto por ella, hasta llegar a una mucho más ancha. Leo el letrero azul sobre la fachada de un edificio «Carrer Nou d’Octubre». Debe estar próxima.

Sonrío con desgana al ver cómo no he errado, allí en una esquina está la «estación» o como me gusta llamarlo: el embarcadero del gusano de metal. Bajo los escalones despacio, pues no me quiero coger a la barandilla, aún no llevo los guantes puesto. Me paro en unos escalones y tomo aire con fuerza, me cuesta tomarlo y toso un poco.

Por instinto, me llevo la mano al pecho, para calmarme. Tomo aire muy lentamente y lo expulso despacio. Toso de nuevo. Me llevo la mano a la frente, parece que no tengo fiebre.

Dios ¿por qué este malestar? Llego a la entrada de la madriguera y busco la fuente de las estampas donde comprar otro pasaje para las entrañas de la bestia. Antes rebusco en mi saco, saco la caja de papel grueso y extraigo un par de guantes que me coloco no sin esfuerzo. Siento cómo me pesan los pulmones.

Rebusco en mi faldriquera para sacar un maravedí y medio de esas extrañas monedas. Coloco la estampa en la ranura del artefacto, y toco el vidrio con inscripciones. La luz brillante y blanca me hiere los ojos y comienzan a lagrimear, parpadeo varias veces para retirar las lágrimas. Con el desdén de un gato viejo, voy dando manotazos a las indicaciones de la pantalla, finalmente con satisfacción veo el letrero de «imprimiendo billete».

Cojo la estampilla y la hago pitar sobre el murete de metal para que me ceda el paso al interior del embarcadero. Hay dos tramos de escaleras, uno de piedra como los de toda la vida, el otro son esas que se mueven solas. No tengo prisa, así que piso sobre el primer peldaño de metal y dejo que me lleve hacia abajo.

Un escalofrío me recorre el cuerpo, la cabeza la siento como si tuviera un tamborilero dentro de ella. Tengo que esforzar los pulmones a que se hinchen tomando aire.

¿Será posible que haya enfermado en ese rato sin la protección facial? Toso con fuerza, un par de veces. Hay tres personas que se alejan de mí.

Acabo de caer en la cuenta de que me he metido en el tren subterráneo sin mirar siquiera dónde tengo que bajar. Me acerco a uno de los extraños tapices de colores de la pared, el señor que está junto a él apoyado me mira horrorizado y huye de mi presencia. Debo de hacer mala cara, lo sé. Vuelvo a toser. Masajeo las sienes buscando así un reposo momentáneo del tamboreo mental.

¡Maldición! Tengo que abordar otro tren. Pienso en el chico que me ayudó en aquella ocasión, ojalá estuviera aquí. Sobre todo, hoy que no tengo la cabeza para pensar mucho. ¿Qué me estará pasando?

Según el tapiz de rutas, tengo que coger el primer «tren» para llegar al embarcadero llamado Ángel Guimerà. Una vez allí, hacer transbordo y tomar otro de la ruta amarilla, para llegar a Sant Isidre.

Llega por fin el gusano de metal y me introduzco en él. Unos pocos minutos después estoy bajando en el embarcadero del arcángel ese. Espero que me proteja, porque me siento empeorar por minutos.

Un rótulo me indica que tengo que subir las escaleras en busca de la ruta amarilla. No hay absolutamente nadie. Echo muchísimo de menos la compañía de mis amigos.

El tener que subir y bajar escaleras hace que vuelva a toser en reiteradas ocasiones. Busco la calabaza de agua del saco, me quito el cubrebocas y bebo unos cuantos tragos, poco a poco con cuidado, he descubierto que me duele la garganta al tragar.

Siento la corriente de aire que hace la bestia cuando recorre sus galerías subterráneas, guardo la cantimplora en el saco y me subo en el tren.

No hay absolutamente nadie. Ni un alma. Ni siquiera esa gente sarracena que me da repelús encontrarme por la calle. Miro el cartel, tengo que bajar en el quinto apeadero.

No hay absolutamente nadie. Necesito sentir compañía y lo único que hago es derrumbarme, lloro, lloro en silencio, como si eso me fuera a importar, si no hay nadie que pueda verme. Los ojos me arden, en la cabeza siento que me trota un caballo al galope, y los pulmones parecen no querer hincharse del peso de la ropa que parece oprimirlos.

Cierro los ojos, unos minutos de descanso, por favor.

«Sant Isidre», nombra la dama invisible. Abro los ojos y recojo el saco del suelo, me lo cuelgo del hombro y salgo al andén. Miro para la derecha, para la izquierda, por fin hallo la escalera para salir a la calle. Tal vez el aire fresco me ayude a despejarme, siento como si fuera a desmayarme.

Consulto el mapa de ruta y veo que sólo tengo que caminar recto por una calle hasta llegar al pequeño jardín de una iglesia.

Ya llevo medio camino hecho cuando veo unos inmensos carros de metal rojo y muy largos. Están dispuestos como un rebaño de ovejas. Sobre uno de sus costales unas iniciales en blanco: EMT. ¿Podré viajar en ellos algún día?

Unos pocos metros más adelante y llego al jardín. Busco dónde sentarme, vuelvo a toser. Saco un pañuelo de mi bolsillo y me limpio las lágrimas de mis ojos. Me pican mucho. Extraigo el pliego de papel y me pongo a dibujar. Afortunadamente, la cruz de hoy es fácil de trazar. En un fuste octogonal, alzado sobre una grada circular de tres escalones, se levanta una pequeña cruz de hierro forjado que rinde homenaje a sus compañeras desaparecidas. Hay una placa con el año de creación.

Ilustración: Isabel Balensiya 

Apenas estoy acabando cuando se ha acercado un hombre mayor, y me ha preguntado si me interesaba la cruz. Al decirle que sí, me ha dicho esta cruz no está en su lugar original. En un principio se hallaba en el Camino Viejo de Torrente desde 1556, sufrió en la llamada Guerra Civil Española y que su nuevo lugar se debe a que la restituida en la década de los años 40, fue derribada por las obras del nuevo río Turia. La que he estado dibujando data de 1975, pagada por los festeros del Santísimo Cristo de la Fe del barrio de San Isidro.

La parroquia que tengo delante de mis ojos está protegida bajo la titularidad de San Isidro Labrador, el hombre mayor me ha invitado a pasar, pues es su párroco. Yo se lo agradezco. Recojo mis bártulos e intento a la vez ahogar las ganas de toser en el brazo cubierto con mis ropajes. Expiro con fuerza aire.
Espero mañana poder continuar mi recorrido…

COMENTARIOS DE LOS AMIGOS DEL GRUPO CLUB DE HISTORIA DE PUÇOL 9 de abril 2020. Capitulo: Mig Camí

Mari Carmen: Q imaginación tienes

Enriqueta: Espero que el peregrino tenga fuerzas para continuar con su misterioso viaje.Hasta mañana,Isabel,con tu nueva y entretenida historia.Gracias

Pilar Alberti: Precioso relato!!Pero temo de que te has infectado.

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