miércoles, 15 de abril de 2020

La Cruz del Camino del Mar (Cruces de Término#14)

 

AVISO: La redacción de estos artículos se realizaron durante la epidemia del COVID-19. Están tipo "novelados" imitando un antiguo cuaderno de un viajero del tiempo. Para entretenimiento de un grupo de amigos de Puçol y dedicados a ellos. 


Año de Nuestro Señor 2020, décimo quinto día del mes de abril.

La mañana de hoy ha amanecido lluviosa. Comenzó a llover anoche y me sentía a gusto en el catre de la pequeña posada que había localizado para dormir en Pinedo. Pero, al despertar me he encontrado que sigue lloviendo.

¿Proseguimos la ruta? Dejamos pasar el día entre estas cuatro paredes impersonales de ese edificio.

Se piensa mejor con el estómago lleno o eso es lo que siempre dicen. Así que ahora, me hallo desayunando un té algo rancio con un trozo medio tostado y medio quemado, con aceite y algo de sal. Tal vez me lo tenga que tomar rápidamente, pues creo que la silla donde me siento se va a romper en algún momento.

Decido que mejor me voy allí, tal vez por el camino halle otro lugar mejor para guarecerme de la lluvia.

Consulto mi mapa de rutas y salgo cubriéndome la cabeza y el rostro con el vano de la profunda capucha de cuero de mi abrigo de peregrinaje. Hace fresco, lo siento en mis huesos que, aunque aún son jóvenes, han sufrido algún que otro percance en estos años y es por eso que sufren los cambios de tiempo.

El rostro lo llevo protegido no solo por el cubrebocas, sino también, por una bufanda de entre tiempo, ni muy fina ni tampoco tan gruesa como llevaba en invierno. Mis manos estas calientes, supongo que húmedas, pues los guantes de este extraño «tejido» mantienen bien el calor, aun siendo tan delgados. El abrigo de cuero es un fantástico corta fríos, y las botas viejas, pero cómodas como ningunas, se están portando bien, y me alegro. Ya llevan varias visitas a un zapatero remendón para que les otorgue otro invierno más de vida. La suela, aunque desgastada por dentro, se encuentra impermeabilizada para evitar el paso del agua. El forro ha sido cambiado tres veces, y las correas y hebillas que sirven para sujetar la caña de la bota a mi pierna, han sido varias veces recosidas. Espero poder terminar el peregrinaje sin que revienten.

Con estas cavilaciones he deshecho el camino, he pasado por la cruz de ayer y llego a una pequeña senda roja de piedra que salta la desembocadura del nuevo Turia. Sobre el pavimento hay una inscripción que pone «Carril bici». ¿Qué será eso? No tengo ni idea, pero lo presiento más seguro que la vía de los carros de metal. Me apresuro a cruzar el río, que viene cargadito de agua, bien porque baja, bien porque asciende del mar… no sé si será dulce o salada la que discurre por debajo de mí.

Camino con cuidado, pues aún llueve y no quiero resbalarme y partirme la crisma, ahí en mitad de la nada. Además, en estos días que apenas hay transeúntes por las calles.

El sendero acaba en una revuelta, y continuo hacía mi derecha en dirección al mar, recto durante varios metros, hasta que por fin hallo lo que estaba buscando. El puerto de Valencia. El maravillo puerto de esta ciudad, puerta de entrada de todo el Mediterráneo desde que Valencia se originó.

El lugar da miedo, no hay nadie. La humedad del ambiente es palpable, el mar está picado por el temporal que está por llegar y las velas de los pequeños veleros están recogidas y atadas con cordeles que, con el aire, se sacuden y chasquean como látigos.

Sigo caminando por el dantesco embarcadero. Veo un edificio blanco con una cruz roja, tal vez, una encomienda de la orden del Temple. Bien claro lo dice en el rótulo: Cruz Roja. Seguramente estará ahí su cuartel para proteger a la ciudad del mal que llegue por el puerto.

Prosigo un poco más mi caminar, intento ir por zonas que puedan cubrirme de la lluvia. Veo un montón de enormes arcas apiladas una encima de otra. Son tan grandes que podría vivir una modesta familia de campesinos dentro de ella, como si fuera una barraca de metal. Son de varios colores: azules, amarillas, rojas, blancas… Son para el transporte de cosas, pues veo al fondo un barco cargado con ellas.

Sigo caminando por un sitio que se llama «Moll Ponent» y veo a la izquierda unos edificios, unas casas de viviendas, de gente humilde y trabajadora. Tal vez un barrio de pescadores. Al acabar de rodearlo, compruebo que no he errado: un cartel me indica que estoy en Nazaret.

 

El Moll de Ponent acaba en una plaza de esas que están en medio de las vías de los carros de metal. Al otro lado de ella veo un río. ¿Otro río?

Hay un letrero informativo que, con letras azules, indica que lo que estoy viendo es el viejo lecho del río Turia. Mi alma cae a los pies, es aquí donde muere tan fuerte guerrero. Es como un padre anciano que ha sido olvidado por sus hijos y no puede recibir una muerte digna, pues acaba siendo tragado por una inmunda alcantarilla gigante, para salir varios kilómetros más adelante al mar, sin gloria alguna.

Pobre Padre Turia, nacido en las Altas Tierras de Aragón, fuerte y orgulloso, ha ido haciendo camino por cientos de kilómetros, ha fecundado a su amada Valencia y, ambos juntos, engendraron vida, los valencianos. ¿Y cómo se lo pagan sus hijos? Llenando de basura a su madre y haciendo morir a su padre en una cloaca. Estúpido es el hombre…

 

Prefiero no seguir más tiempo aquí. Continúo bajo la lluvia. Mal día hace hoy, el cielo sigue llorando sobre la ciudad. Continúo por una vía y veo un extraño edificio a mi izquierda. «Autoridad Portuaria de Valencia». Ya estoy en el puerto histórico, en la avenida del ingeniero Manuel Soto: los tinglados de las antiguas lonjas del puerto se alzan ante mis ojos. Para ser antiguas están bastante bien conservados, tal vez las hayan arreglado un poco.

Está lloviendo mucho como para pararse a dibujar. Además, apenas me quedan 5 centímetros de carboncillo, que prefiero guardar para mi cometido.  

Continúo el paseo bajo la lluvia hasta la avenida del Puerto. Ahora, la ruta ya es fácil de seguir, a mi izquierda está la plaza con la iglesia de Santa María del Mar, y al fondo las Reales Atarazanas de Valencia. Todas estas zonas en un pasado se llamaban Vilanova del Grao de Valencia, un pequeño pueblo amurallado dónde vivían pescadores y navegantes cerca de la mar, además de los guardias y soldados que protegían las costas de los piratas y moros que pudieran llegar desde Mallorca o Argel a nuestra ciudad.

 

Mi cuerpo me pide alimento, pero prefiero tomarlo después, apenas queda nada para llegar a la cruz de término del Camino del Mar. Me da rabia no poder deleitarme con la arquitectura de los edificios tan curiosos que se erigen a mi izquierda y derecha, pero llueve aún bastante y debo de darme prisa. 

Después de unos minutos más, por fin hallo el jardincito en la avenida del Puerto y, allí, cubierta entre la vegetación de unos árboles y una palmera, la cruz protagonista de nuestro capítulo de hoy.

No se encuentra en su emplazamiento original, pues la avenida no es el antiguo camino al grao, sino uno nuevo que se hizo posteriormente, al que fue trasladada. En su origen era como las cruces góticas que he visto antes en otras poblaciones, cubierta con su templete. Pero de ello apenas quedan restos, pues la cruz de piedra ha desaparecido y en su lugar se halla una de hierro forjado con ocho brazos, sobre una bola de piedra con el escudo de la ciudad de Valencia. En la columna tenemos imágenes de santos y los escudos de Aragón, siguiendo la tradición gótica. Pero todo el conjunto está en muy malas condiciones, el pedestal octogonal está descastadísimo. No sé el nombre del constructor, solo sé que en el conjunto trabajó, posteriormente, el maestro de obras de la catedral, Martí Llobet y su hijo apodado «el joven».

 

La observo unos minutos más bajo la lluvia. Intento memorizar sus rasgos. Cruzo corriendo el anchísimo camino de los carros de metal y me meto en una taberna de esas finas que frecuentan las damas, a ver si por fin puedo tomar un té aromático y calentito mientras dibujo la cruz.





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